A los catorce años caminaba cada mañana unas cuatro cuadras desde mi casa hasta la parada del colectivo que me llevaba al colegio. Eran cuadras por las que me cruzaba con muy poca gente. Apenas unas cuatro personas cada mañana. Era muy temprano y yo iba casi dormido caminando sin ganas, generalmente pensando en cualquier cosa menos en el camino. Me empezó a llamar la atención que cuando me cruzaba con alguien veía unas líneas transparentes alrededor, como cuando uno ve en esos televisores viejos la doble imagen de las personas. Cuando me quise dar cuenta veía eso también rodeando los árboles. Se lo comenté a mis padres y mi papá me llevó al oftalmólogo. No sólo no tenía nada malo con mi vista sino que veía por encima de la media. Leía las letras chiquitas de la última línea. ¿Y las líneas en el contorno de la gente? La respuesta del oftalmólogo fue que me lavara mejor la cara al salir de mi casa por la mañana. Así que intenté estar más despierto por las mañanas, pero los contornos transparentes se me hicieron cada vez más visibles. Con el tiempo fui descubriendo que esos contornos que rodeaban a la gente y que se irían haciendo cada vez más definidos y se llenarían de densidad, colores y vibraciones, era el aura. Quería empezar con esta anécdota porque creo que resume bastante lo que ha sido la percepción extrasensorial en mi vida. La forma accidental en la que siempre se ha presentado, lo poco formado que estaba yo en esos temas, y con una mente, unos padres y un mundo exterior que buscaría siempre explicaciones racionales a lo que me pasaba.
Hasta que mis visiones y mi percepción extrasensorial se hizo tan evidente que tuve que ir cediendo y entendiendo que había algo más allá de lo que consideraba normal y evidente, hasta ese momento.
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